Editorial en el Listín Diario el 21 de septiembre del 1918 escrito por el Lic.Fernando Arturo Logroño Cohen. (1891-1949) . Príncipe de la oratoria nacional.
“Quien estas líneas traza con péndola admirativa ha viajado con la heroica villa como destinación arribando a ella por tres caminos diferentes: por el camino de Santiago, por el de La Vega Real y por la ruta de Salcedo, cruzando el Cacique y los campos de Guanábano. Y en los tres caminos ha sentido, como el poeta de Dos Ríos, la impresión de que en predios de Moca se cabalga en tierra mayor y el imperioso deseo de postrarse, como los árabes, contra el suelo y besarlo admirativamente.
Y es por que en estas tierras de Moca, empapadas por el eterno baño oculto de un centenar de ríos es donde la Naturaleza, siempre voluble, ha refinado con más oriental sensualismo su coquetería repartidora. Tierra negra, provista de una capa vegetal tan gruesa que convierte a Moca en jaula del Cibao, tierra que alienta al sembrador y le colma la escarcela es a la vez Moca, revelada al fin de las tres rutas, como la Princesa Durmiente del Bosque y por extraño azar villa heroica que provee a nuestra historia de rudas páginas brillantes de martillo, de abnegación y patriotismo.
Campo de amargura la mañana del degüello cuando la misa trágica; pulmón heroico en el grito de José Contreras; masa de revólver junto a la guásima bajo cuya fronda cayó muerto Ulises Heureaux, villa riente de gran porvenir, Moca es visión que deslumbra al viajero desde que su presencia es columbrada a la distancia cuando parece un enorme juguete a piezas que rodó al valle desprendido de la pétrea atalaya que es El Cucurucho. Visión que deslumbraron sus campos aledaños que parecen paisajes Helvecia: San Víctor, La Ermita, El Caimito, Estancia Nueva, Hincha, pletóricos de cultivos, fulgiendo al día, como gemas de encanto, las rubias mazorcas teobromicas, saludando al sol con alegría de égloga los rebaños triscadote, hirviendo el amor como licor del trópico en sangre de zagalas y de gañanes.
Visión que deslumbra cuando ya dentro de la ciudad contempláis sus calles rectas y anchas, algunas de las cuales parecen querer arrojárse al abismo que bajo el viaducto despreció el ingeniero que lo cruzó de raíles y los aplastó bajo el peso de los trenes violadores de selvas; y la iglesia, coquetería dual del gótico florido y el romano antiguo, con sus dos torres de agujas y su atrio solemne; y el viaducto, concreción de audacia constructiva y previsora prudencia con sus pilares de puente del Imperio, abajo, y sus rieles de doble encaje, arriba; y Moca, toda, con el silencio musical de sus noches románticas y el ensueño del viajador bajo los álamos del parquecito central, tan mono, tan cubierto de rosas rojas, tan prolongación de la iglesia que uno se pregunta en trances de amor, temeroso del pecado, si está en el patio de la casa de Dios; con sus hombres caballerosos, músculo laborador que no fatiga el trabajo, gentiles y hospitalarios como los indios de Maguá, altivos y arrogantes como los hispanos que desataron un huracán de acero sobre esta isla en el romance conquistador; y, especialmente, con sus mujeres, las lindas y dulces mocanas...
Las mocanas, miel del panal cibaeño, distinción nativa, palidez mate de remotos abolengos; manos blancas finísima, archiducales, que hacen sollozar el piano en las noches del plenilunio; las mocanas, de atrevido perfil clásico, irreprochables pies y manos pequeñas; castas como la propia castidad, ignoradas de Marcel Prevost escribió un libro perverso, buenas y suaves, lánguidas bellezas, morenas a ratos, blancas pálidas con mate geórgico en el lindo rostro oval casi siempre, las mocanas os deslumbran más que Moca y las tierras moqueñas y son, en el Cibao, tabernáculo de virtud sincera y altiva y grácil arca de amor casto y fecundo”.
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